Hablar de crítica de cine y de su desarrollo responde a una serie de condicionamientos que históricamente vienen de la relación entre el análisis de otras formas dramáticas/narrativas de arte y los contextos sociales. No hay reflexión posible en este rubro sin un repaso histórico que nos permita entender las dinámicas de este proceso social/perceptivo y el acto de hablar sobre estas obras. Por eso, este punto de arranque es importante.
La crítica en general tiene una historia tan vieja como la humanidad. No existe manifestación artística que no haya sido reflexionada o analizada desde la idea de lo que consigue o trata de decir. Para muchos esta revisión podría llevarnos hacia Aristóteles, quien en su “Retórica” y “Poética” sienta las bases para una mirada crítica sobre los productos del mundo, muchos años después de su muerte. “Quizás no escrito de manera tan clara como en su ‘Metafísica’, como en su ‘Política’, Aristóteles consigue escribir con solidez en su ‘Poética’ y ‘Retórica’ que el objetivo final del arte es el placer” (Dromgoole, 2012, p. 20).
En este punto vale hacer una pequeña digresión alrededor de las palabras de Dromgoole sobre la influencia de Aristóteles en la actualidad, especialmente al revisar contenido violento en pantallas, de cine o televisión, gracias a sus teorías de las mímesis y la catarsis. Dice:
“La ficción es una representación de la realidad. La violencia es parte de la vida real. La ficción que ignora, falsifica o vuelve sentimental a la violencia, no estaría cumpliendo su rol de representación de la realidad. Las hordas de adolescentes que van a ver películas de horror y violencia, nos han dicho, lo hacen para sacer eso de su sistema, porque de lo contrario esto los llevaría a realizar una serie de actos antisociales lo que sería peor que ir al cine –basado en la teoría de la catarsis-. Hay oponentes que niegan esta idea. Al contrario, dicen, la constante estimulación de violencia les ofrece roles que imitar en la sociedad. Ningún crítico puede ignorar esta controversia” (Dromgoole, 2012, pp. 24 – 25).
La forma en que Aristóteles definió una de las funciones de la tragedia, como alta expresión de arte, es la catarsis, como método de purgar emociones retenidas a través de lo que estamos experimentando frente a nosotros. Quizás algo de eso nos pasa con el cine, quizás no. El hecho es que estas reflexiones siguen siendo motivo de discusión hoy en día y tanto catarsis, como mímesis, se vuelven teorías que apoyan la reflexión, la crítica.
Este proceso histórico sobre la creación de una crítica firme continúa con los romanos. El Imperio Romano enfocó su análisis a la literatura, como forma de arte predominante, pero en este tiempo, más allá de la sátira como género, no se reformaron las expresiones artísticas; es más, se reprodujeron las griegas como un acto de apropiación del pueblo conquistado (Dromgoole, 2012, p. 29).
“Todo esto y mucho más quedó borrado por el colapso del Imperio Romano y la desintegración y pobreza que se dieron luego de ese colapso, en los siglos V y VI. Solo cuando las sociedades se estabilizaron y reorganizaron en Europa, en lo que se ha llamado Edad Media, le permitió a las artes, ya en diferentes circunstancias, volver a importar” (Dromgoole, 2012, p. 29).
La superstición y la pobreza de la Edad Media, entre los siglos VIII y XV, significó que el arte existente se supeditara a la religión. Nicholas Droomgoole afirma que el arte era la “sirvienta de la fe” (Dromgoole, 2012, p. 30). Con el propósito de acercar más a Dios a la comunidad, el arte buscó su nicho y lo encontró, especialmente en una arquitectura que imponía la mirada del ser superior por sobre otras perspectivas (Dromgoole, 2012, p. 30). En este tiempo, la crítica del arte no tuvo muchas opciones.
Además, la Iglesia Católica dio un salto hacia la aceptación de manifestaciones dramáticas o hacia el uso dramático de ciertas artes para evangelizar a la gente iletrada –lo que en aquella época era la media–, así que la escultura y la pintura también crecieron exponencialmente. Y era común encontrar en plazas, siempre bajo la batuta de los sacerdotes responsables de dicha comunidad, representaciones de pasajes bíblicos o de conocidos milagros, con la participación de los mismos pobladores (Dromgoole, 2012, pp. 32 – 33).
“Los críticos no estaban en una posición de surtir demasiado en esta época. Los historiadores debieron conformarse con transcribir opiniones de algunas personas, cuando se trataba de hablar sobre lo que la gente pensaba era el arte, mientras que los escritores estaban hablando sobre otras cosas” (Dromgoole, 2012, p. 32).
La excepción de esta norma fue, sin duda, Dante Alighieri (Dromgoole, 2012, p. 31), quien en pleno siglo XIV, con la escritura de “De Vulgari Eloquentia”, dejó al mundo un tratado crítico sobre la poesía y la importancia de la lengua vernácula italiana en su construcción.
Para el Renacimiento, ese momento histórico entre los siglos XV y XVI, la humanidad dio un giro radical hacia nuevas ideas, signadas procesos históricos de gran tensión, como la caída de Constantinopla, entre otros. El sincretismo entre las culturas, sobre todo la árabe con Occidente, la atención dirigida de vuelta a textos clásicos, la llegada a América y los procesos de reforma en la Iglesia Católica, que dieron inicio al Protestantismo, hicieron posible que un nuevo espíritu creciera en las artes (Dromgoole, 2012, pp. 37-38).
Incluso con todo y polémica entre Galileo –por sus descubrimientos– y la Iglesia, esta fue una época de ideas. Y estas ideas germinaron de manera clara en un arte que miraba al ser humano. La crítica, en ese campo de revueltas entre monarcas y hombres de fe –con excomuniones a la orden del día– tuvo un desarrollo claro:
“No sorprende que en medio de esta época de rebelión, actitudes cambiantes y presunciones, el rol de la crítica y del crítico creciera en influencia. Una nueva figura, el humanista educado, apareció en escena y se volvió dominante. Personalidades como Erasmo (1466 – 1536) hicieron mucho para establecer una nueva aproximación al individuo dentro de la sociedad, casi siempre en medio de violentas y difíciles controversias religiosas” (Dromgoole, 2012, p. 40).
Pero aún así en esta época humanista, la sola idea de que el arte pueda significar algo en sí mismo, un acto placentero sin ningún tipo de misión más que lo estético, generó disputas amargas en el seno de las perspectivas religiosas. El crecimiento del protestantismo como reacción al poder de la Iglesia Católica, significó también una cárcel para el arte, ya que todo aquello ligado a lo agradable debía ser visto como pecaminoso. El arte solo podía ser educativo, generar nuevos horizontes que pudieran considerar las buenas conductas para que el ser humano sea un ser de bien. No había otra alternativa (Dromgoole, 2012, p. 40).
“Críticos del siglo XVI, como Scaliger, Castelvetro o Tasso, porque Italia estaba más desarrollada en esa época que el resto de Europa, y críticos del siglo XVII como Malherbe, Saint-Everemond y Boileau, mientras Francia se convertía gradualmente en el árbitro del continente, adoptaron estas visiones sobre el arte” (Dromgoole, 2012, pp. 40 – 41).
Deberían pasar muchos años hasta que la perspectiva crítica cambiara, tal como Lev Tolstoi lo concibe en su libro “¿Qué es arte?”. Ahí, con varias reflexiones llega a considerar al arte como un recurso social importante. Para Tolstoi el arte se vuelve bueno y necesario. El arte no es más que la ramificación de aquello que el individuo tiene adentro, que crea a través de sus manos o de herramientas, que ofrece a la sociedad y que ha venido de ella. Así, la gente que lo experimenta es ‘infectada’ (es la palabra que usa, de acuerdo a las traducciones) y así se transmiten “los más altos y mejores sentimientos que el ser humano ha desarrollado” (Dromgoole, 2012, p. 41). Con el tiempo otros factores determinaron las respuestas humanas alrededor del arte –y la crítica se ha encargado de tomar muchas de estas nociones en sus aproximaciones analíticas–, como por ejemplo lo que Harold Osborne consignó en “Estética y teoría del arte”. En este libro, Osborne asume que las respuestas emotivas –esta infección humana de Tolstoi– no son las que determinan la experiencia estética:
“Uno de las muchas cosas que el arte trabaja sí que tienen que ver con el nivel emocional, peor la respuesta estética a una obra de arte es diferente a una respuesta emocional que se tiene con un sermón fundamentalista de un norteamericano del oeste, o con un discurso político. En estos días, siguiendo al pie de la letra las teorías de Adorno sobre la autonomía del arte, se sabe que Tolstoi no dio en el blanco concentrándose solo en los efectos sociales del arte y no en lo que es realmente el arte. Y algo así pasó con los críticos italianos del siglo XVI y los franceses del XVII” (Dromgoole, 2012, p. 41).
Pero si algo podemos rescatar del Renacimiento es que también produjo el nacimiento de otras dos formas de arte: la ópera y el ballet, debido al interés creciente en las cultura griega y romana clásicas, casi sin proponérselo. Es más, Dromgoole afirma que el mérito debería esta dirigido a historiadores y críticos y en nadie más. En cierta parte de la crítica, el historicismo se volvió casi una obsesión y esto se tradujo en un interés en textos de Platón Eurípides, Sófocles y Séneca, entre otros, que se volvieron en obras que se representaban en teatros y otras explanadas –este interés también se manifestó en culturas árabes, pero al carecer estas de lugares para realizar actividades públicas, no dejó de ser un proceso trunco–. Los críticos italianos del siglo XVI sabían muy bien que muchas de las obras dramáticas griegas incluyeron música, canciones y danza y propusieron que si se quería regresar al texto clásica, se debía recuperar el sentido musical. Pero al no tener ningún tipo de documento o vestigio de cómo era la música de la Grecia clásica, la necesidad obligó a componer música, diseñar coreografías para mantener en algo el carácter antiguo. Así se sentaron las bases, desde la reflexión sobre el arte, de lo que sería una mezcla de teatro y música (Dromgoole, 2012, pp. 43 – 44).
Claro, el proceso no decantó en lo que podríamos imaginar ahora como “musical”, ya que debido a la enorme tradición italiana de cantar en iglesias, la acción tuvo todo un peso lírico del que no pudo despegarse –incluso con la religión oficial apadrinando la castración de niños para que su voz no se desarrolle y puedan seguir cantando de manera angelical–. Dromgoole hace una sencilla descripción del momento y cómo, manteniendo el deseo de recuperar lo clásico, la necesidad de baile y coreografías que acompañen las representaciones, hizo posible que llegaran bailarines a las intervenciones. Esto porque los “castrati” –los adultos cantantes, castrados de pequeños– tendían a engordar y volverse grande, lo que dificultaba su movimiento sobre el entramado. (Dromgoole, 2012, p. 45). En algún punto esta relación se rompió y la ópera se volvió un cuerpo aparte, respetando la naturaleza clásica de su génesis, y el ballet decidió también contar una historia dejando la narrativa a merced de los movimientos y gestos (Dromgoole, 2012, p. 46).
En el siglo XVII, en Francia, y bajo la tutela del monarca Luis XIV, las artes siguieron un camino de desarrollo que permitió que muchas personas se lanzaran a escribir sobre las distintas manifestaciones. No eran necesariamente expertos –incluso muchas de sus opiniones se consideran muy blandas para los estándares actuales–, pero fueron quienes escribieron sobre música, literatura, arquitectura, pintura, escultura y poesía.
“Para ellos la misión del arte era hacer el bien, conseguir que hombres ordinarios fueran moralmente mejores luego de experimentar una obra. El trabajo del arte era hacer más digerible la píldora de la moral, que esta sea tragado con regocijo y gusto. Aristóteles había dejado una serie de directrices para conseguir esto, de olvidarlas estábamos condenándonos al fracaso y al desastre. Los críticos, al enfrentarse a una obra de arte, se preguntaban cuál era la mejora moral al experimentarlo, y de ahí reflexionaban sobre hasta qué punto había conseguido su fin al seguir las normas definidas en la antigüedad. Como ya no nos preguntamos esas cosas, las respuestas que los críticos del siglos XVII produjeron fueron muchas y son ahora irrelevantes, pero en su época importaron mucho. Ellos impidieron cualquier tipo de discusión valiosa acerca de la intención del artista a través de su obra. Si tomamos los estándares actuales, este período es realmente importante por el rango y esplendor de las manifestaciones artísticas, pero se hizo muy poco para entenderlas o realmente apreciarlas en su tiempo. La crítica de arte carga un peso y una responsabilidad muy grande al crear una audiencia tristemente homogénea” (Dromgoole, 2012, pp. 47 – 48).
Quizás la afirmación sea arriesgada, pero Dromgoole sostiene que fue la crítica la que le hizo daño al teatro. En un momento histórico en que por conflictos políticos y monárquicos el teatro desapareció entre 1642 y 1660, en Inglaterra, su retorno se volvió complejo ya que lo que había sido una experiencia masiva, se volvió un acto para minorías aristocráticas. El resto, la gran cantidad de personas que no participaban como público del teatro, lo consideró inmoral, desconfiaba de él, en una postura que incluso llegó a ser mucho más extrema que la presión religiosa. Las representaciones dramáticas fueron vistas como negativas por muchos (Dromgoole, 2012, pp. 50 -51).
Esto no se resolvió y en el siglo XVIII, ya con el teatro cayendo como eje de la vida cultural y la novela elevándose a otro nivel, entramos a otro mecanismo de experiencia crítica. Para los críticos franceses de entonces no había duda de que la novela había sido un invento inglés, favorecido por las normas que regulaban y censuraban las artes teatrales en 1737. Muchos dramaturgos, para no enfrentarse a los mecanismos del Estado para ejercer presión por contenidos e ideas, decidieron escribir sus historias en un nuevo formato que iba naciendo. Uno de ellos fue Henry Fielding, autor de “Tom Jones”, quien se iniciara como dramaturgo y que decidiera “colgar” los guantes en ese rubro para abrirse espacio en otro formato. Incluso la misma narrativa empezaba a repetir los prejuicios sociales sobre la asistencia a salas de teatro (Dromgoole, 2012, pp. 52 – 53).
Los puritanos ganaron mucho espacio desde el siglo XVII, eso significó que en muchas esferas no existiera nada más que la Biblia, libro sagrado y libro único. El teatro, considerado impío, generó un tal rechazo que existen registros de juicios que se llevaron adelante a gente que decidió representar una obra. En Estados Unido esta situación llegó, incluso, a que el Congreso condenara en 1778 la existencia del teatro en ciertos lugares públicos y exigiera que ningún funcionario del Gobierno interviniera o aprobara este tipo de manifestaciones. Ese puritanismo que llegó de Inglaterra no dejó de existir en el nuevo país que se gestaba (Dromgoole, 2012, pp. 54 – 55). Esto dejó a la crítica, en este tipo de manifestaciones, en un terreno vacío. Evidentemente gestado por una costumbre de los críticos de la Francia del siglo XVIII, por la cual una forma de arte era más valiosa que otra. Con esas características, lo dramático –su representación– adquirió un nivel inferior ante la novela. Para Juan Jacobo Rousseau no había manera de considerar al teatro al mismo nivel de la novela. El teatro era una falsa y llegó, inclusive, a desdeñar la teoría de la mímesis de Aristóteles por considerar que promovía sensaciones poco saludables, pretenciosas y falsas; decía que las audiencias podían perderse en un espacio de tanta falsedad que podían perder contacto con aquello real, con lo social, podían fragmentarse hasta perder su identidad. Para él, así como para muchos, los actores eran mentirosos y eso no se podía tolerar. Esto, sin duda, sin contar con la duda alrededor de la moralidad de las actrices (Dromgoole, 2012, p. 56). La novela, para Rousseau, fue mucho más valiosa por el hecho de ser una forma de arte inglesa y no francesa; ya que para él “los ingleses estaban más interesados en ser felices que en aparentar felicidad” (Dromgoole, 2012, p. 57). En 1760, para Diderot, en una onda similar que la de Rousseau, la novela estaba por encima del teatro al ofrecerle al hombre calmado una oportunidad de encerrarse a leer algo. Madame de Staël, en su “Literatura e instituciones sociales”, publicado en 1800, se rindió también ante la novela. Era un momento en que la instancia política significaba que las discusiones sobre el tema no fueran públicas, en que la idea de libertad política significaba que ninguna autoridad podría entrometerse en la vida íntima –en la cabeza, en las ideas– de ninguna persona. Esto debía respetarse. La libertad significaba vivir libre de las intromisiones del gobierno. Y en este caso, la experiencia de la novela inglesa fue determinante. El arte no es social, no puede ser colectivo, sino individual. Por esa razón, Madame de Staël exaltó la ficción inglesa pues, de acuerdo a su criterio, esta aproximación creaba una nueva moralidad, una personal, muy ligada al nuevo sentido de heroicidad de esos años (Dromgoole, 2012)
“Como Jane Austen aclara en su reflexión sobre la novela en ‘Northanger Abbey’, el lector tiene acceso directo a la mente del novelista. El pobre autor de obra de teatro es solo capaz de llegar a su audiencia a través de las acciones de sus personajes. El novelista le habla directamente a sus lectores y puede compartir sus pensamientos más íntimos a medida de que la historia avanza” (Dromgoole, 2012, p. 58).
Esta perspectiva se mantendría por mucho tiempo y recién, con un pie puesto todavía en una mirada puritana, es que se dan reflexiones que tratan de dejar estas ideas detrás. A fines del siglo XIX, el escritor –y también autor de obras de teatro– Henry James es capaz de hacer un análisis más allá de las obras y sus contenidos –una crítica mucho más profunda con un sencillo comentario– con el que parece dar en el clavo: “Las artes escénicas no son parte del temperamento y en la forma de ser de estas personas –los ingleses, y por traslación al resto de Europa–. Esta gente es demasiada moralista para ser histriónica, y también tiene un estricto sentido de deber” (Dromgoole, 2012, p. 59). Para este momento, con la aparición de obras de Oscar Wilde, de textos críticos sobre teatro de la de mano de George Bernard Shaw y de la recuperación de varios autores olvidados, como Ibsen, se ponía en duda el sentido de moralidad de las clases medias y medias altas de entonces y muchos –como el propio Shaw en “Pigmalión” – se preguntaban, ¿por qué pasó esto? De acuerdo a la perspectiva de Dromgoole, la responsabilidad de esto recae sobre una gran cantidad de auto denominados críticos, así como en la perspectiva Rousseau y de varios enciclopedistas franceses en la vanguardia (Dromgoole, 2012, p. 59).
“El siglo XX vio cómo la marea cambió. Cine, radio y finalmente televisión introdujeron a todo el mundo en aquella idea de drama que Rousseau, Diderot y Staël detestaban. Una película de Schwarzenegger es la clase de ‘acción febril y sin sentido’ que Diderot odiaba. Para fines del siglo XX, casi todo el mundo se había tomado los entramados de estos nuevos medios, ingresando en las ilusiones y pretensiones que Rousseau buscaba evitar para la sólida burguesía de Génova” (Dromgoole, 2012, p. 60).
Este repaso, desde la antigua Grecia al siglo XX, genera la figura del crítico como un eslabón importante en las reflexiones sobre los consumos y manifestaciones culturales. Con el tiempo, el mismo análisis sobre estas obras despertó un deseo de “analizar a los que analizan” y así, la misma teoría fue adquiriendo cuerpo. La crítica ya no solo miraba a la obra, sino que buscaba con conciencia definir un visión estética clara, que ayude a este ejercicio de revisión.
“(los críticos) Habían acordado que la respuesta a la belleza era individual y subjetiva, esencialmente ligado a los sentimientos y a la emoción. Pero al mismo tiempo, estos pensadores –Dromgoole habla de Edmund Burke, Francis Hutchenson, David Hume, Lord Kames y William Hogarth, entre otros– estaban a la búsqueda de reglas que pudieran generar estándares que fueran usados por todos, sobre lo que está bien y lo que está mal alrededor de los juicios estéticos” (Dromgoole, 2012, p. 61).
Ellos buscaban una guía en temas de gustos. Querían equipar al crítico con las armas necesarias para que pueda emitir los juicios correctos sobre lo que es bello y lo que no lo es. En el siglo XVIII esta fue una de las principales obsesiones de los estudiosos, a tal punto que no encontraban un camino libre para encontrar un camino claro, ya que como lo escribiera Burke en su “Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello”, de 1757, se trataba de encontrar: “… principios claros y comunes a todos en los que la imaginación es afectada, así como de suplir los mecanismos de interpretación satisfactorios sobre estos principios” (Dromgoole, 2012, pp. 61 – 62). Bajo la influencia de Burke es que Kant podría llevar adelante una perspectiva filosófica que ayudara a unir todas estas necesidades de la crítica.
Los cambios sociales determinan mucho la experiencia de la gente alrededor de su arte. Para finales del siglo XIX, el Romanticismo ya se había erigido como una fuerza motivadora cultural, con sus idealismos, sentimentalismos, su defensa del amor romántico, su escapismo –que incluso encontró reflejo en el deseo desde lo político de acabar con la esclavitud–. Era un momento de cambios, países como Inglaterra se industrializaban, tenían más pobladores y apostaron por nuevos métodos en su creación de productos. El melodrama era parte del día a día, el horror –diseminado en una serie de novelas que cuestionaban o refrendaban ideas– se volvió cotidiano en las obras, el artista no era tocado por Dios, su genio venía de adentro, de él, y debía ser conocido por todos. Para muchos, el arte de esta época buscó llegar a las masas, se simplificó, pero en el fondo la humanidad estaba cambiando a una idea de masificación del arte, de las historias, y la tecnología –en poco tiempo– lo iba a corroborar (Dromgoole, 2012, pp. 65 – 69).
Fue en esta época que la palabra “estética” obtuvo la importancia que tiene ahora para nosotros. Samuel Taylor Coleridge (1772 – 1834) fue un gran poeta y crítico, quien en su intento por definir el nuevo momento de las artes, usó las ideas de Immanuel Kant (1724 – 1804) y refrendó la posición del genio artístico como una categoría individual y como la posibilidad de la creatividad como germen del arte. Y a través de estos criterios, se propagó el sentido de que el placer o la experiencia estética ofrece distintas y especiales respuestas frente a la experiencia emotiva. No, los sentimientos ya no reinaban en la exposición a la obra artística (Dromgoole, 2012, p. 70).
Otro paso adelante alrededor de la experiencia estética en el siglo XIX se da con la obra del crítico John Ruskin. Un gran prosista, que se caracterizó por hacer excelentes aproximaciones a la pintura y a la arquitectura, Ruskin se vio involucrado en un juicio con serias repercusiones e la crítica de arte las que, de acuerdo a Dromgoole, se sienten en la actualidad. En 1877, en Inglaterra, Ruskin hizo una crítica en su diario “Fors Clavigera” en la que hablaba de una exposición en la Grovesnor Gallery –abanderada de la propuesta “El arte por el arte” –. En esa crítica elogiaba el trabajo de varios artistas, especialmente el de Edward Burne-Jones; pero, cuando habló de “Nocturne”, obra de James Abbot McNeill Whistler, Ruskin no fue tan elogioso: “… nunca había oído de un mequetrefe que pida 200 guineas por lanzar un bote de pintura ante la cara del público”. Esto significó que Whistler, al año siguiente, demandara a Ruskin por difamación. En el juicio, que se convirtió en todo una sensación mediática en la época, ha servido para ejemplificar cómo un nuevo arte tiene dificultades de ser criticado desde miradas anteriores. Las posturas se movieron por dos caminos bien definidos: “Ruskin pensaba que la belleza que se encontraba en la naturaleza y en forma humana representaba la bondad de Dios y la misión del artista era la de ser coherente con esa naturaleza y mostrar la bondad de Dios al público (…) Whistler, en cambio, pensaba que el artista solo debía preocuparse por su arte y no por los efectos morales o de propaganda sobre la sociedad en la que pintaba” (Dromgoole, 2012, pp. 71 – 75).
Existe una anécdota de oro en este juicio e involucra el momento en que el abogado de Ruskin le pregunta a Whistler cuánto le había tomado pintar el cuadro. La respuesta del artista fue “dos días”. El abogado, encolerizado, le cuestionó: “¿Quiere doscientas guineas por el trabajo de dos días?”. Whistler respondió de inmediato.
-No, las quiero por todo el conocimiento que he ganado por una vida de trabajo (Dromgoole, 2012, p. 75).
Whistler ganó el juicio –si bien pedía mil libras, el jurado decidió que se le diera menos–. Los gastos en que incurrió lo dejaron en bancarrota y no fue hasta años después, dedicado a otras artes, como la novela –su obra literaria fue elogiada por Oscar Wilde–, que recuperó en algo el estatus que tuvo (Dromgoole, 2012, pp. 75 – 76).
Este juicio tuvo un efecto inmediato, que significó algo fundamental en la relación social con la creación humana: el debate público entre crítica y arte nunca dejaría de estar presente en los medios o en discusiones (Dromgoole, 2012, p. 76). Y claro, el arte ganó. La crítica perdió credibilidad, algo que se volvió mucho más fuerte en Francia, cuando llegó el Impresionismo y la gente prefirió enfrentarse a este nuevo arte que seguir el camino de la crítica, que en 1863, dictaba lo que debía ser el arte y la obra de artistas como Renoir y Monet. Los críticos vieron a esta forma de arte como algo ridículo y muchas veces hicieron mofa del estilo. Llegaron incluso a aconsejar que las mujeres embarazadas no entraran a las exposiciones porque la impresión sería muy fuerte (Dromgoole, 2012, p. 77). El trato al Impresionismo dejaría por sentado que la crítica no estaba creciendo a la par que el crecimiento artístico en el mundo.
Algo estaba cambiando y en el siglo XX, en 1913, en el Theatre des Champs Elysées, en París, se pudo probar cómo el arte estaba corriendo más rápido no solo de la crítica, sino del público. El estreno de “La consagración de la primavera” de Stravinsky –coreografiado por Nijinski– fue detestado y abucheado por el público. Deberían pasar pocos años para que el reconocimiento general sea el de estar ante una obra de arte y que sea apreciada como tal (Dromgoole, 2012, p. 78).
El cine llega en un momento en que la crítica estaba herida, en un instante en que las reflexiones –hasta ahora sucede– no son inmediatas, sino que toman tiempo. Dromgoole reflexiona:
“La crítica nunca se ha recuperado del todo de estos errores monumentales, por parte de los críticos. Con el terrible ejemplo de sus predecesores, los críticos de arte, especialmente los dedicados a la pintura y escultura, se volvieron temerosos de exponer o expresar cualquier juicio sobre el mérito artístico en el objeto que se ofrece. En su lugar, taimadamente, se inclinaron a preguntarse qué es lo que el artista estaba buscando conseguir” (Dromgoole, 2012, pp. 78 -79).
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Referencias:
Dromgoole, N (2012). The role of the critic. New York, USA, Oberon Books.